En mayo de 2005, en el Kenyon College de Ohio, David Foster Wallace pronunció lo que (según la revista Time), es el mejor discurso de graduación jamás pronunciado. A uno puede gustarle más o menos, el contenido de la revista Time, pero el hecho no es poca cosa…
En ese discurso, Foster Wallace deconstruye y analiza, a través de un chiste inocente, todas las bases de una sociedad en decadencia. Claro que fue una declaración de principios, aunque también fue un llamado de atención, una voz que se alzaba en contra de las convenciones: eran tiempos donde aún se abrían paso al individualismo y la globalización. Menudo caldo de cultivo para un puño en alto, que daba pelea desde la fragilidad de un estrado, frente a un grupo de alumnos que entendía poco y nada.
Años después, el discurso de transformó en ensayo; se publicó en diarios y revistas, hasta que en 2009, la Little Brown & Cia, lo convirtió en libro y la historia lo convirtió en mito. Tanto es así, que cuesta conseguir grabaciones decentes en internet (por no hablar de lo complicado que puede resultar la búsqueda del video original), una traducción precisa, una reseña. Los mitos viven en la memoria: son una especie de legado colectivo, algo que se encripta en nuestros corazones o en nuestra mente.
El chiste es fácil: “un pez viejo se cruza con dos peses jóvenes y los saluda diciendo: buenos días ¿Cómo está el agua hoy?... a lo que los peces jóvenes no saben qué responder”. La moraleja podría parecernos estúpida, pero es de una profundidad demoledora. Es horrible pensar en esos jóvenes que viven en el agua, sin saber que viven en el agua. La paradoja de nuestra vida moderna.
El discurso, lejos de tener ese tono edulcorado y artificial de las colaciones universitarias, es un golpe duro: un mazaso que puede servir para despertar las conciencias o para ponernos en aviso de que la vida no es un jardín de rosas. Foster Wallace indaga temas tan profundos como la soledad, el narcisismo, las dificultades para formar para del tejido social que se empecina en dejarnos afuera. De ese materialismo absurdo y el sueño americano, concluye que la única salida, es la empatía: ponerse en el lugar del otro, sufrir con el otro, vivir en el otro.
“Perdón por arruinarles la fiesta”, dice en un momento; como si ese baldazo de agua fría debiera pedir permiso para derramarse sobre la cabeza de quien escucha. Demasiada lucidez, demasiada concentración de recursos para explicar las costumbres de un país que corría (y corre aún) en busca de su propia autodestrucción.
Tal vez por eso, la paradoja más grande, es que el mismo Foster Wallace terminó por suicidarse pocos años después. Fue un hombre atormentado. Enfermo. Víctima de una ansiedad que tiene mucho que ver con lo posmoderno. Inteligente y frágil, Foster Wallace abrió con sus palabras una nueva época, controvertida: quizá porque él mismo lo era. Sus obras hijas de la euforia, el desenfado, las cosas puestas al límite ¿Dónde están los límites?... el esposo golpeador y el genio literario, el tipo con brotes de violencia y la sutileza para describir un mundo que cambia de siglo. Los medicamentos, la prosa caótica y tensa, las crisis, los libros que lo llevan a la fama, la angustia, las clases en la universidad y por fin esa última depresión, de la que no hay salida.
Desde entonces, han pasado casi 20 años y cada una de sus palabras cobra más peso; toma más sentido. Foster Wallace, Cambió la literatura norteamericana, porque supo entender la miseria, la complejidad y la decadencia. Todavía podemos salir a la calle, saludar a los peces jóvenes y repetir la pregunta: la repuesta, pareciera ser la misma. Siempre.
El final de la historia dice que sirvió comida a sus perros y se aseguró de que tuvieran agua. Luego, anudó una soga a su cuello y quedó pendiendo de un árbol, en el patio de su casa. Como si la eternidad fuera eso: un cuerpo que se mece con el viento.
Hoy el mito cobra nuevas dimensiones y mientras tanto, esto sigue siendo agua…