Zadie Smith dice que escribir es el acto de decir yo. El acto de un matón encubierto. Lo dice acerca de Joan Didion, una cronista para nada complaciente, con ninguna intención de caer bien. En Self-Respect, publicado en Vogue en 1961, Didion escribe que la dignidad, el respeto a uno mismo y el amor propio no tienen que ver con la aprobación de los otros –que son, al final, fácilmente engañables–, ni con la reputación –que es, como Rhett Butler le dijo a Scarlett O’Hara, un detalle del que las personas con coraje pueden prescindir. La escritura es un acto hostil porque quien escribe impone su mirada del mundo por más intentos de engaño que mecanice: un sueño, una alegoría, una inferencia; cualquier procedimiento carga detrás con el autoproclamado espacio de autoridad que pretende el escritor. La forma de escribir es la forma de ser. Los párrafos y las palabras marcan el ritmo de lo que se quiere esconder detrás de la escritura: la cordura superficial, la ironía, la provocación, los delirios y derivas, el pensamiento mágico como trastorno de la consciencia, como línea narrativa que une imágenes difusas y la elipsis, el misterio de lo que no se cuenta pero pasa. La certeza de que sin memoria sólo queda cinismo. La lengua traiciona cuando cuenta lo que no quiere ser escuchado –por uno mismo, por otros–, cuando toma cuerpo aquello que incomoda. Las palabras pueden ser lanzas, cuchillos, abrazos, piedad, dolor. Ficciones políticas, relaciones de poder cristalizadas, ganadas en guerras, traficadas de una dimensión a otra. El comercio es maldad pero igual lo ejercemos. Todo se compra y se vende incluso la prosa fina y sofisticada que aparece en La traición de mi lengua que muchas veces suena a la venganza de una mujer que fue pobre y siempre será resentida. Mientras otros apuñalan al mundo por la espalda, Camila lo hace mirándolo a los ojos, desenrollando la lengua madre, la lengua macho, escribe y es escrita, habla y es hablada, se convierte en una criatura sagrada, una sirena liberada del deseo porque renunciar al deseo es también renunciar al miedo. ¿Qué queda cuando esos motores se apagan? ¿Una humana, un monstruo, una nada, una sucesión de capas elípticas sin centro? La mujer que fue niña y antes sapo, ¿qué es ahora?
Sus padres hacen el amor desenfrenadamente, maleducadamente mientras comparten la cama con su hija. La niña aprende. Y lo que aprende lo transforma porque ella misma es una mutación permanente. Se propone escribirlo. Ponerle palabras tortuosas a lo que nunca se dijo, y a la vez habilitar los saltos, dejar espacios para que nunca se llenen, o para que entramen una narrativa silenciosa, por fuera del lenguaje. El sufrimiento y la felicidad van y vienen en un péndulo sin importancia; sólo el erotismo conmueve, sólo el peligro respirándonos en la nuca. Mi deseo soy soy misma escribe Camila y después invita a la fuga. Una lectora voraz, una amante voraz, una felina ensangrentada que deambula desnuda por el bosque y escapa del amor que domestica. Escenas mágicas, fuera de este mundo, de repente se vuelven terrenales. Primero el ensueño después el golpe. Como si dijera: se vuela tan alto como se puede pero nunca se olvida que habrá una caída. Ni que el sexo es sucio. Ni que la lengua es disfraz. Expone sus contradicciones en un juego en el que reivindica su derecho a hacer lo que quiera, incluso a refutarse en un sólo movimiento. Daniel Link dice que escribimos como negros, que conjuramos maldiciones, mal dicciones. Camila reivindica ese derecho y le escribe a los afectos con quienes no ocurre la comunicación, aunque sí la literatura.